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Cuerpos de agua

Fabián Villegas

Muturi uno de los personajes principales de la novela de “El diablo en la cruz” del escritor Keniano Ngugi Wa Thiong’o, en un ejercicio autorreflexivo al que llegó sinvergüenzamente una noche acostado en el mar, boca arriba, con la panza llena, intuyo sobre la importancia de la superstición como una dimensión epistémica, como un espacio espiritual, como un sistema transitivo para la anticipación del futuro a través de elementos de memoria histórica que permitían en el presente, sortear la muerte.

Hablando justamente de mitos y supersticiones no sabemos realmente si alrededor de aquella noche de 1791 en el Bosque Caimán en el norte de Haití, todo lo que se auguro alrededor del fuego y la lluvia fue cierto, lo que sí podemos tener como certeza es que después de esa multitudinaria quema de plantaciones estimulada por los discursos ceremoniales de Boukman Dutti y Cecile Fatiman y una tormenta tropical que fue capaz de agitar incluso a los caballos más domesticados, el océano nunca volvió a ser el mismo en la cartografía del Sur Global. 

El legado de la revolución haitiana, el movimiento anticolonial más radical de la modernidad no puede ser pensado sin la reconceptualización del mar. En la reconceptualización del mar se encontró la configuración histórica de la experiencia y el itinerario diaspórico. La diáspora como categoría de identificación política, de memoria histórica, de herida colonial e imaginación cultural tiene como espacio de articulación histórica el itinerario transoceánico.

Pese a los impulsos racistas de la historiografía colonial criolla latinoamericanista, que intentaron despojar la revolución haitiana de su trascendencia histórica bajo el criterio de ser un movimiento más cercano a los movimientos cimarrones que a la consolidación de un proyecto republicano de institucionalidad política, la revolución no solo hizo una grieta en la modernidad, disputó un nuevo paradigma civilizatorio. La revolución haitiana no sólo fue la primera revolución regional, sino la única revolución dirigida por población ex esclavizada, la revolución con la constitución y la reforma agraria más radical de todos los tiempos, el único movimiento de independencia que articuló la lucha antirracista como garantía de la lucha anticolonial, por encima de cualquier sentido de soberanía identificación de lo nacional.

El hecho mismo de que una media isla en el mar Caribe se declarára constitucionalmente como una república negra no hubiese sido imaginable sin la incorporación de la “diáspora” como categoría de identificación capaz de deslocalizar “África” como espacio geopolítico, para traducirse en la “negritud” como itinerario afrodiaspórico transcontinental. La revolución haitiana no podemos entenderla sino como la revolución “fundamentalmente diaspórica.”

Declararse como una nación constitucionalmente negra, abrazaba la experiencia precolonial africana, los legados de resistencia derivados de la experiencia colonial y la posibilidad de una nueva imaginación política, el horizonte de una nueva subjetividad poscolonial.

La negritud fue un concepto inherentemente diaspórico al que múltiples comunidades de origen recurrieron como elemento de identificación política, en el ejercicio de recuperación de la memoria histórica. Nada de esto hubiese sido posible sin la reconceptualización del mar.

Decía la autora jamaiquina Silvia Winter que el Caribe es el prefacio de América, el caribe siempre fue pensado como un no lugar, en términos narrativos y ontológicos. Su condición histórica de desposesión, siempre ha estado asociada material y emocionalmente al itinerario marítimo.

El mar más que una barrera es una metáfora de unificación, una forma de existir dentro de una dimensión relacional.

Oceanografía, hidrarquia, exclama la diáspora! Que este cuerpo nunca deje de preguntar algo, ni tampoco la jurisdicción de la memoria olvide las estatuas enterradas debajo del mar.

Frente al vaciamiento de la historia o la imposición colonial de entender el Caribe como un lugar en blanco, sujeto a llenarse por el metarrelato de la modernidad, el primer espacio de certidumbre para la memoria fue el océano.

El poeta barbadense Kamau Brathwaite llamó Tidalectics”, (conversaciones de la marea) a toda esas líneas de conexión derivadas de la vida y los  ecosistemas históricos alrededor de la superficie del océano. Que transitaban entre la dimensión relacional entre puentes de sonido, memorias coloniales, rutas marítimas que conectan colonia con colonia, colonia con metrópolis, traumas coloniales intergeneracionales, oralidades, estéticas y temporalidades fluctuantes.

Del puerto de Elmina en Ghana a las olas revolucionarias de Puerto Príncipe y Jacmel, de aquella vieja proa en el barco que llevaría al ideólogo del panafricanismo Edward Blyden de Saint Thomas a Estados Unidos y Liberia, a las corrientes marítimas que abrazan el Black Star Line en Puerto Limon Costa Rica fundado por Marcus Garvey. De aquel barco azaroso que iba en dirección a las Antillas y tuvo que desembarcar subrepticiamente en Cartagena, Colombia como resultado de la consolidación del proceso abolicionista, a las tormentas en alta mar que marearon a la generación del Windrsush. de la actitud colonial del martiniqués que se iba a Francia de espaldas al mar como mencionaba Fanon, a la imaginacion anticolonial de Sarah Maldoror en la costa de Orán durante el proceso de descolonización en Argelia, todas forman parte del entramado de las “tidalecticas” (las conversaciones de la marea).

Bello mar pudo haber sido escrita en el puerto de Matanzas, como en el puerto de San Pedro de Macorís en República Dominicana, y no solo por la similitud que compartieron a mediados del siglo XX como enclaves portuarios de la producción azucarera en el Caribe, sino por la relación intrínsecamente efímera, de no pertenencia, que la subjetividad colonial, en el contexto insular guarda con el presente, eso que Paul Gilroy llamo como melancolía poscolonial. Esa condición que nos sitúa como sujetos inherentemente metafóricos, incapaces de definirnos si no es por una analogía, una analogía que transita entre la relación de no pertenencia con el presente, la necesidad de construir una metáfora sobre nuestro futuro a través de un ejercicio de recuperación de la memoria histórica sobre un pasado que con toda certeza desconocemos, solo lo imaginamos.

En el corazón de la punta, un barrio pesquero que da al río higuamo en el centro de San Pedro de Macoris, Joseph dominicano (cocolo) de familia proveniente de Santa Lucia, se despidió de Mariel antes de irse en una yolita hacia Puerto Rico por el Canal de la Mona, había trabajado toda su vida en el Ingenio Porvenir arrastrando caña picada, hasta que el cambio de modelo y el patrón de desarrollo precarizó aún más  la vida económica de San Pedro, la actividad de los ingenios y con eso la vida de los jornaleros. Un 21 de Agosto salió con destino a Mayagüez con nada en las manos más que una mochila en la que cargaba con un número de teléfono para llamar a un conocido que vivía en Santurce, y unos zapatos que Mariel le había comprado en Santo Domingo.

Alrededor de 4 años después regresó, esa noche en el malecón estaba tocando Joseito Mateo quien ya había pasado por las filas de la Sonora Matancera, que había llegado también de una larga estadía en Panamá y Puerto Rico tocando con el Gran Combo. Entre la multitud sólo reconoció a Angito que estaba sirviendo tragos en una caseta de enfrente, le pidió un vaso con ron y le pagó con unos de los pocos dólares que trajo de Puerto Rico, después de 2 tragos lo llamó para preguntarle;

-Mira Angito, tú sabes algo de Mariel, fui a buscarla a casa de su abuela y me dijeron que ya se mudaron que ya no viven ahí, pensé que la podía ver por aquí.

– No Junior aquí no se aparece, véte a ver si las olas del mar te la regresan.

– Como así, loco? – Que te digo loco, lo único que te puedo decir es que hoy no es tu día, hoy no la vas a ver, aquí no se te va aparecer.

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